Corría el año 1818 y por entonces, Géricault, que todavía no había llegado a la treintena, daba a luz una polémica obra: La balsa de la medusa -en realidad el cuadro era “la balsa del Méduse” porque describía el naufragio de La Fragata, perteneciente a la marina francesa Méduse, pero la balsa de la medusa resulta más atractivo por sus connotaciones mitológicas. Y digo polémica porque la obra se basa en un acontecimiento histórico que en su momento fue un escándalo político, ya que La Fragata naufragó por la mala gestión de su capitán que a su vez recibía órdenes de la monarquía, lo que derivó en que más de un centenar de personas improvisaran una balsa y esperasen en alta mar mar durante más de trece días, a que vinieran a rescatarlos. Hambre y desesperación, incluso canibalismo, son algunas de las escenas que podemos ver en la impresionante obra que se encuentra en Louvre, cuyo tamaño y realismo no solo resultan intimidades, sino que además se convirtieron en el símbolo del naufragio de una época. Peter Weiss (que fue además un pintor extraordinario) creyó ver en este cuadro la justificación de La estética de la resistencia (Weiss, 1999), todo un canto a la libertad de pensamiento y a la memoria, a la resistencia con la fe en que vendrán tiempos mejores. Weiss, en su análisis del cuadro, se centró en las señalas lejanas de una posible salvación. Una revolución en la que… quizás… los esclavos salgan triunfadores. Y eso es hermoso, quién lo duda, tan hermoso como los cantos de las sirenas. Pero Géricault era un melancólico. Algún piso más arriba, en uno de esos pasillos no transitados y que, sin duda, suponen un respiro en el tan concurrido museo, se puede apreciar un boceto de la magna obra y la impresión inicial difiere. En el boceto, solo resaltan a color dos figuras en los extremos de la balsa. Dos compañeros (tal vez esclavos) que hacen señales a un barco, y en primer término un melancólico. Uno de esos que sabe que la salvación no llegará, que, aunque llegue el barco, el daño ya está hecho. Y es que Georget (discípulo de Esquirol y médico jefe de La Salpetrière) ya había tratado a Géricault de esta dolencia del espíritu (se dice que incluso le proporcionó los cadáveres para La balsa de la medusa). Georget consideraba que las enfermedades mentales serían la dolencia del futuro y, por desgracia, no se equivocaba. ¿Y si la balsa de la medusa no habla de la revolución? ¿Y si solo hablase del espíritu de un melancólico, del sufrimiento de Géricault, en definitiva, de la depresión? Sufrimiento fructífero para el campo del arte, pero terrible para quien lo padece. En otro de esos pasillos poco transitados del Louvre hay otro cuadro de Géricault que representa una monomanía; la ludopatía. Géricault, pintó para Georget diez cuadros de diez enfermos mentales, diez monomaníacos, que debían servir para el estudio de la locura. Me preguntó si Géricault se estudiaba a sí mismo en cada una de sus representaciones.