La casa de Trotsky

Es de visita obligada en México el paso por La Casa Azul, y así lo confirma la multitud que se agolpa a la entrada de la que fue el hogar de Frida Khalo y Diego Rivera. Un nidito de amor, el de la pareja, un nidito de amor en el que sus nombres, Frida y Diego, Diego y Frida… se exhiben en la pared de la cocina formados por trozos de cristales. Las letras de sus nombres… sus nombres clavados a la pared… son para mí la metáfora de esa relación, esa relación tan cool entre Frida y Diego, Diego y Frida, Frida… que también de la forma más cool decoraba sus corsés, y Diego… a “quien no había que ponerle límites del mismo modo que no se le pueden poner límites a los ríos”. Un amor de salón el suyo, de salón y sociedad. Una exhibición del amor, de ese amor que se comparte… con invitados. Ella estaba enamorada de su arte. Él estaba enamorado de su arte. Me pregunto si alguno de los dos amaba al otro. Pero no soy yo de meterme en estos derroteros, que soy yo más de carretera secundaria, de camino… desviado. Así que me dispongo a seguir a Trotsky. Trotsky, que también se hospedó durante un tiempo en la casa Azul, hasta que discutió con Diego y se refugió con Natalia tres cuadras más allá. Trotsky es menos cool y así lo demuestran los cuatro que, como yo, curiosean por la que fue su casa. Una casa de una humildad, que de no pertenecer a aquel que que declaró la “revolución permanente”, pareciera construida, en definitiva, artificial. Los nombres de Trotsky y Natalia se muestran en un cartel pequeñito, casi imperceptible, y como no podía ser de otra manera, el cartel es rojo. El cartel lo han puesto después. Algún trabajador del museo. Para los visitantes del museo. Trotsky quería cambiar el mundo. Trotsky no tenía tiempo para exhibiciones minúsculas de amor. A Natalia lo unía su amor por la Revolución. Un amor que Trotsky heredó en su juventud del jardinero que se alojaba en su propia casa y en cuya cabaña organizaba tertulias socialistas. Imagino a Trotsky recordando estas tertulias en el momento de su muerte a manos de Ramón Mercader. Imagino a Trotsky recordando al jardinero, mientras leía el artículo de su asesino, ajeno por completo al objeto que segundos más tarde se clavaría en su cabeza. Estás tertulias serían, para Trotsky, su paraíso perdido… Momentos antes de perder el habla todavía pudo decirle a Natalia el nombre del traidor. Esas fueron sus últimas palabras. No “amor mío”, no “me muero” o simplemente “mamá”. Su último aliento tenía que servir a la causa, su verdadero amor, la Cuarta Internacional. Años más tarde Natalia consideró que la Cuarta Internacional ya no se atenía al programa revolucionario y se separó de la misma. Las cenizas de Trotsky siguen repposando en el jardín de la que fue su casa en Ciudad de México. Cuando llegué al jardín de la casa de Trotsky, un jardinero, pensando quizás que no había nadie, recogía las monedas de una especie de pozo de los deseos que se ha puesto frente a la tumba de Trotsky. Todas esas ilusiones en un pozo…. pensé, el capitalismo…. pensé. Pero ese jardinero me hizo pensar en el otro, el de Trotsky. Y entonces recé para que no hubiera más allá, porque de haberlo, Trotsky se estaría revolviendo dentro de su tumba. La foto del jardinero recogiendo las monedas me ha parecido de mal gusto, así que mejor os dejo la foto de los nombres de León y Natalia. Los dos amaban la política. Me pregunto si se amaron.

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